Cleopatra
Ángel Climent
Dice el refrán: “Sangre, sudor y lágrimas”; esto tuvo que pasar ella hasta conseguir lo que deseaba. Solo ella sabía lo que había pasado, ni siquiera su familia; repartidora de Glovo por la noche, camarera los fines de semana, y muchas, muchas horas de canguro, todo para poder costearse la carrera que siempre había amado: arqueóloga.
Pocas horas de sueño: dos, tres y, como mucho, algún día, cuatro, para compaginar los trabajos, con la hincada de codos que hacía diariamente para poder sacar una de las plazas, que la universidad había convocado en Egipto para los campamentos de verano destinados a jóvenes arqueólogos.
Los primeros días pasaron sin darse cuenta: llegada al aeropuerto, reparto por los campos donde les había tocado, entrega de tiendas de campaña, charlas donde se recordaba cómo debían desenterrar: poco a poco, despacio, cuidando no dañar los posibles encuentros que pudieran hacer.
A los dos días de excavar, su picota encontró algo duro; sacó la rasqueta y la escobilla, y con toda delicadeza (antes de decir nada, por si era una falsa alarma), fue limpiando y descubriendo lo que había detenido su trabajo.
Su corazón casi estalló de emoción cuando vio un anillo con una serpiente engarzada; después de haberlo limpiado, se lo puso en el dedo corazón, para ver cómo le quedaba. Al llegar al final, su cuerpo sintió un escalofrío, un temblor, que la hizo sentir como si volara.
****
Cuando sus pies volvieron a tierra, se dio cuenta de que estaba paseando por los jardines de un palacio en Alejandría; vio a un hombre, que solo llevaba puesto un taparrabos. Corrió hacia ella e, hincándose de rodillas, le entregó un papiro. Nerviosa, abrió el papel y leyó: «La flota egipcia ha sido derrotada; su comandante Marco Antonio ha fallecido».
Al saber que su amado había muerto, con lágrimas en los ojos, se dirigió a sus aposentos a llorar su pena. Al entrar, vio a dos soldados, uno a cada lado de la cama y, en esta, a un hombre tendido: era Marco Antonio. Los rumores de su muerte eran falsos; estaba malherido, pero sus acólitos habían conseguido llevarlo a palacio.
La faraona mandó llamar urgentemente al médico; luego se acercó al moribundo y lo abrazó llorando. Él, mirándola y con una sonrisa en los labios, expiró entre sus brazos mientras intentaba hablar.
Mientras ordenaba los preparativos para el entierro de su amado, se personó uno de los consejeros y le susurró que Octavio, el vencedor, se acercaba a palacio con el propósito de capturarla y llevarla a Roma para exhibirla durante su procesión de triunfo. No estaba dispuesta a ser un trofeo; entonces, tras la muerte de su amado, optó por pedir al galeno un veneno para tomarlo y morir también.
****
—¡Esther!, despierta —la llamaba su amiga Eli, mientras le daba un par de cachetazos.
—¿Qué haces?, ¿por qué me pegas?
—¿Que por qué te pego? Llevas un rato tumbada en el suelo sin responder a mis llamadas; no me ha quedado más remedio que zarandearte para que despertaras —contestó mientras la ayudaba a sentarse.
—He encontrado este anillo —le informó mientras miraba en todas direcciones para comprobar que no hubiera nadie cerca. Su amiga, sorprendida, la felicitó, recordándole que tenía que comunicarlo, pero ella continuó como si no hubiese escuchado nada—. Lo he limpiado y me lo he puesto para ver cómo me quedaba; ha sido maravilloso: me ha transportado a Alejandría, al año treinta antes de Cristo.
—¿Qué dices, loca? A ti te ha afectado el sol —dedujo Eli, señalándose con el dedo la sien.
—Lo que tú digas, pero durante un rato he sido Cleopatra. Marco Antonio ha muerto en mis brazos y yo me he tomado un veneno para no ser paseada por Roma.
—Todo el mundo sabe que Marco Antonio murió en la batalla de Alejandría y que ella se hizo picar por un áspid.
—Esa es la versión histórica, pero no la real, y he decidido que esta va a ser mi tesis de final de carrera —aseguró mientras se quitaba el anillo y llamaba al director para entregarlo.
Eli se levantó y, acariciándole la cabeza, se alejó mientras le decía:
—Lo que digo: estás loca.