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Carta para mi yo niño

J.L. Rivas

  Si hubieras dicho algo, en lugar de quedarte callado, no tendríamos que lamentar ahora este desconcierto en que nos toca vivir. Si hubieras advertido a tus padres del resultado de semejante aventura, no hubiéramos salido del pueblo aquella fría mañana de diciembre, en la que tu abuela te tiraba de un brazo y tu padre del otro. ¡Que se va el camión! 

    Partíamos hacia la ilusión y el desamparo. Y tú sin decir ni pío. Si sabías lo que iba a pasar por qué no detuviste esa insensatez. Eras el único en uso de razón. No vale la excusa de que no habías cumplido cuatro años y apenas hablabas; para un niño hay otras maneras de llamar la atención.

    Hubo luego otras demostraciones de que te interesaba poco la suerte de tus padres, y también callaste. Como la tarde en que el muelle empezó a alejarse y las personas se volvieron pequeñas tras una bandada de pañuelos blancos que se hundía sin remedio. Entonces no dijiste nada, pensaste que no era el momento y tenías ganas de llorar porque todos lloraban.

    Y cuando jugabas con aquel cochecito que iba de babor a estribor y estribor y volvía, según la rítmica inclinación de la cubierta del Cabo de Hornos, que parecía no avanzar por el océano. ¡Mira, peces voladores! decía tu madre, y tú fingías divertirte con aquella banalidad, en lugar de tomar el toro por los cuernos y prevenirla del desastre. No lo hiciste, aunque tuviste otra oportunidad en las catorce noches que dormiste con ella, cuando pusieron a los niños con sus madres y a los hombres aparte.

    O la ocasión en que, al llegar a puerto y reclamar los baúles, se rompió una maleta y rodaron almendras por el suelo del montacargas, que un grupo de niños intentó coger con afán, como si fueran pedacitos de las vidas que dejaban atrás. 

     Nada del viejo mundo que distraiga los sentidos, ahora estabas en América y ya no había nada que hacer. Vagamente presentías que ese sería tu mundo, pero no lo comentaste ¿Cómo hacerlo? Tus padres  aún permanecían en el suyo, perdidos en una nube de ilusión que se convertiría, con los años, en una mezcla rara de congoja y esperanza.

     Por alguna triquiñuela de tu memoria decidiste no recordar las peripecias del viaje a Mendoza. Sólo reconocías el olor a carbón, el fragor de las locomotoras en la estación, y el vapor que parecía humo blanco. ¿Cómo no registraste la angustia de tus padres durante aquellas doce horas, atravesando la sobrecogedora oscuridad sin fin? ¿Dónde estaba tu mente? ¿Correteando aún por las calles del pueblo con la capa azul y oro que te hizo tu madre? Te refugiabas en el silencio. La novedad del paisaje y de la gente, al llegar a destino, no cabían en tus ojos. 

     ¡Los parientes! ¿Recuerdas el interés de las mujeres al husmear sin disimulo en las maletas, para ver de qué se podían beneficiar? Saquearon los baúles y se atribuyeron como regalos los cubiertos de plata, las porcelanas y las sábanas y manteles bordados por las tardes en los portales del pueblo. No podías, aunque lo hubieras querido, dar marcha atrás al ver la expresión de tristeza de tu madre. Bien pronto se hicieron añicos las ilusiones, al confirmarse la condición de sirvienta que le tenían reservada, y la impotencia de tu padre. ¡Los parientes!  

     Te gustaban el cielo, la casa tan espaciosa y los paseos con el Tío Paco, patriarca derrocado en aquel nido de arpías. Te gustaba perderte en la bodega, en el olor del mosto permanente. Tu padre, un gigante entre mangueras y toneles. Observabas al Tío Paco, que te cayó bien desde el principio, con su barriga, su sombrero y sus tirantes, echar su siesta a la sombra de una higuera, sobre la paja.

     Tu nuevo mundo se fue forjando en la desdicha. Estabas creando tu propia realidad. Hacías una selección de las pequeñas cosas que te hacían feliz, Como tu primer amiga, la  perra que bautizaste Tani, la de la copla que, en las noches serenas, oías cantar a tu padre.

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