Café y whisky

Miriam G.

Abrió los ojos, y la luz se le clavó en las pupilas estremeciéndole el cerebro; tenía la boca seca, y le dolía la espalda por haber dormido una noche más en el sofá. Cuando logró incorporarse, vio a su compañera de anoche tirada sobre la alfombra desgastada del salón. Ella, querida y odiada a partes iguales, la causante de sus desgracias y la única que conseguía aliviarle de sus sombras, o quizás hundirlo más en estas. En su interior no quedaba ni una gota de whisky: ya no le servía para nada.

Logró levantarse y, arrastrando los pies, se dirigió al baño para darse una ducha antes de volver a la oscuridad de la mina. Se duchaba dos veces al día: por la mañana, para quitarse el olor a alcohol de la piel; por la tarde, para quitarse el tizne del carbón. Al pasar por delante del dormitorio, paró un momento y echó un vistazo a la cama que había compartido con Lillian hasta el día en que ella se había largado con una maleta en la mano y con decepción en la mirada. No había vuelto a dormir allí desde entonces.

Una vez en el baño, se miró fijamente en el espejo: los surcos que ya se empezaban a marcar alrededor de sus ojos contaban la historia de un hombre que se había dado por vencido. No podía culparla por haberse ido; en su lugar, él también lo habría hecho. Ella no lograba entenderlo, y él se había refugiado en el alcohol. El whisky anestesiaba y no juzgaba.

Cuando salió de la ducha, se preparó un café doble; lo metió en el termo, subió a la camioneta y se dirigió un día más a la oscuridad de la mina, al lugar maldito que le oscurecía el alma. Había empezado a trabajar allí cuando no era más que un chaval; su familia necesitaba el dinero y siempre pensó que tendría la oportunidad de salir de allí, pero ahora, con canas en la barba, se preguntaba en qué momento se había quedado atrapado.

Él amaba a Lillian con todo su corazón, pero no había sido suficiente; había intentado esconder la maldita tristeza que le agarraba las entrañas en el fondo de la botella,  y eso no fue más que el principio del final.

Era viernes y, cuando terminó la jornada, se dirigió junto con algunos de sus compañeros al bar. Al cabo de unas horas, se quedó solo delante del vaso retrasando el momento de volver a una casa vacía.

A la mañana siguiente, se despertó en su cama con la ropa del día anterior aún puesta. «Un momento, ¿qué estoy haciendo aquí y cómo he llegado?», pensó. La resaca era terrible, entonces olió… ¿Café?

Bajó a la cocina y encontró a Winema sentada en la mesa de la cocina con una taza de café humeante entre las manos. Winema vivía en un rancho cercano donde criaba caballos; se conocían desde el instituto. Una vez le contó que su nombre significaba «jefa»; era de origen nativo y tenía un carácter fuerte. Desde que él había empezado en la mina, no habían tenido mucho contacto.

—Que ni se te pase por esa cabezota que ha habido ni habrá nada entre nosotros —fue lo primero que le dijo—: Anda, ven a tomar un café, creo que lo necesitas más que yo.

—Pero qué ha…

—Te encontré anoche y no acertabas a meter la llave en la puerta de la camioneta; no iba a dejar que condujeras hasta aquí, así que te subí en mi coche, y te acompañé. Me costó mucho convencerte de que subieras a la cama. Acabo de volver para ver qué tal, porque parece que no estás en el mejor de tus momentos Jimmy. —Él no contestó; se limitó a mirar su taza de café avergonzado. Winema no se anduvo con rodeos—: Ayer con la borrachera me contaste cosas y le he estado dando vueltas al asunto. El caso es que hace tiempo que me planteo contratar a alguien para ayudarme en el rancho con los caballos. ¿Te gustaría trabajar para mí? Pero con una condición: nada de whisky.

La propuesta lo pilló por sorpresa, pero un brillo asomó en su mirada.

 

Meses después, descolgó el teléfono y marcó el número: “Lillian, soy yo. Me preguntaba si te apetecería tomar un café conmigo mañana, tengo muchas cosas que contarte”.







Aquí os dejo la canción: https://www.youtube.com/watch?v=z2uPKDXS8BA