Cada tres lunas llenas
Ángel Climent
«Si quiero renacer, tengo que volver a hacerlo; hoy se va a cumplir la tercera luna llena y noto la falta de energía», pensó mientras repasaba y metía en la mochila todo lo que le hacía falta: «Cuchillo, vaso, cuerdas, pañuelo, botella con cloroformo, cinta americana; sí, está todo».
Salió de casa en busca de su nueva víctima. Él decía: «Cada día es más difícil encontrar una candidata perfecta: la juventud actual está corrompida». Ya hacía quince días que la seguía y se sabía de memoria todos sus movimientos. Había tardado en encontrarla; tenía que tener unas condiciones especiales: menor de treinta; ser virgen; no fumar, ni drogarse, ni beber alcohol.
Tenía muy buenas vibraciones; todo iba a salir a pedir de boca: era diciembre, anochecía pronto, nadie la iba a buscar cuando acababa sus clases en el gimnasio. Todo rodado para llevar a término su plan; la esperaría apostado en la primera puerta del pasaje que daba al pasillo para poder acceder a su casa. Había tres bombillas, pero él se encargaría de romperlas para que el callejón quedara completamente oscuro, como un túnel.
Mientras se dirigía al lugar elegido, empezó a repasar lo que iba a hacer: «Preparar el pañuelo y la botella de cloroformo, el coche aparcado cerca y en lugar oscuro, cuchillo para la yugular, el vaso para recoger la sangre y beberla; así podré regenerar mis células, salir de esta obscuridad que me está consumiendo y aguantar hasta la próxima tercera luna llena».
Ella acababa a las nueve, después de finalizar sus ejercicios: se duchaba, se ponía la ropa de calle y se iba a casa a cenar. Mientras caminaba hacia su domicilio, iba pensando en qué vestido se pondría, si el negro con brilli brilli o el rojo escotado Palabra de Honor, para ir a la cena sorpresa de celebración del cumple de Rita, ceremonia que habían planeado entre todas las amigas sin que se enterase la homenajeada.
Él miró su reloj: pronto iban a dar las nueve y cuarto. Por lo que había comprobado en anteriores ocasiones, ya debía de estar a punto de llegar al callejón. Oyó unos pasos que se acercaban; sacó la cabeza y comprobó que era ella. Se pegó todo lo que pudo a la pared y desenroscó el tapón de la botella que tenía en la mano, Vertió una buena cantidad en el pañuelo con la intención de atacarla por la espalda y dormirla.
La posible y esperada víctima, antes de entrar en aquella travesía, se detuvo y pensó: «Qué oscuro está esto hoy; nunca lo había visto así. Una bombilla apagada sí que ha ocurrido alguna vez, pero todas no».
Aminoró su paso y continuó su camino con cuidado… no fuera a tropezar con algo. Debido a la oscuridad y a que él estaba materialmente pegado a la pared, pasó por delante de él sin descubrirlo, aunque percibió un olor que le recordaba a un hospital. Cuando la vio pasar, la dejó a dos o tres pasos de ventaja y la siguió con mucho sigilo, con el pañuelo mojado con cloroformo. A los pocos segundos se lanzó sobre ella; la cogió de un hombro e intentó ponerle el trapo en la boca.
Sin saber ni cómo, ni por dónde, el atacante se encontró con que su víctima se había agachado, se había vuelto y le había dado un fuerte golpe con la palma de la mano en la nariz y, a continuación, una patada en los genitales. Esto hizo que cayera al suelo dando sonoros gritos de dolor. Mientras la joven llamaba a la policía, pensaba: «Mamá, ¡qué razón tenías al decirme que las clases de karate y de defensa personal algún día me podrían servir!».