Bocados de amor

Josean Amores

El día del Apocalipsis había llegado. Todos los zombis salieron de sus sepulturas a un simple gesto del Señor de la Noche. Entre ellos, Nemesio, un zombi como cualquier otro que tenía clara su misión: morder a seres humanos para convertirlos en zombis y hacer crecer así las huestes de los retornados para conquistar el mundo. ¿Y para qué quería el Señor de la Noche conquistar el mundo? Eso a él le daba igual, pero era un mandado y prefería no contradecir a su jefe. Además, su jornada no había comenzado todo lo bien que hubiese deseado.

 

Al haber recibido la orden de salir del ataúd, quiso sacar la mano a la superficie, como manda el manual del zombi, sin darse cuenta de que estaba enterrado en un nicho. Solo consiguió chocar bruscamente con el cemento que lo mantenía separado del nicho superior. «¿Quién coño ha puesto aquí este techo? ¡Si es de primero de zombi que hay que sacar la mano para que el retorno sea más espectacular!», exclamó tras haber oído un crujido enorme y haber notado cómo su mano caía sobre su cuerpo. El pobre Nemesio rompió como pudo su ataúd y se arrastró como un gusano por el angosto espacio. Ya solo faltaba empujar desde dentro la lápida que lo separaba del mundo de los vivos. Una vez que lo consiguió, sus dificultades prosiguieron al salir. Su familia lo había enterrado en el sexto piso: no le quedó otra que saltar al vacío si quería ponerse en marcha.

 

—¡Vamos, Nemesio, que es para hoy! —le arengó uno de los líderes zombis del cementerio.

 

Y allá  fue el bueno de Nemesio. El impacto de sus extremidades contra el suelo produjo tal chasquido que le dejó una pierna completamente inutilizada que se veía obligado a arrastrar si quería seguir el ritmo de sus compañeros. El balance de daños fruto de tan accidentada reentré se completó con un muñón donde anteriormente había tenido una mano, su lengua seccionada al mordérsela en el salto y un ojo que se le había desmembrado durante la caída. Cosas de la putrefacción post mortem

 

«Vaya forma de empezar», pensaba mientras arrastraba su pierna y levantaba lo que quedaba de sus brazos en busca de seres humanos. Recordaba las consignas del Señor de la Noche arengándolos a infectar a todos los humanos que se encontrasen a su paso. «Si hay que morder, se muerde, y punto», pensaba mientras deambulaba por la ciudad con su caminar errático en busca de seres vivos a los que inocular el virus que haría de ellos otros zombis. Fue entonces cuando la vio y sintió que, entonces sí, volvía a la vida. 

 

Se sintió embriagado al ver aquella zombi de pelo rubio, allá donde el cráneo no hacía todavía acto de presencia. Definitivamente, Nemesio se había enamorado. No sabía decir si eran sus ojos inyectados en sangre amarilla, su tabique nasal al descubierto o el hueso maxilar que asomaba por su mandíbula despellejada, pero comenzó a sentir algo parecido a mariposas en el estómago. Se acercó a ella, la miró con su único ojo y trató de sonreírle. Era de locos pretender que ella, la zombi más guapa de todo el inframundo, se fijase en un patoso como él, cojo, manco, tuerto y deslenguado…Y, sin embargo, ella le devolvió la sonrisa, o lo que quedaba de ella. 

 

Todo había cobrado un nuevo sentido para Nemesio. Armándose de valor, le cogió la mano y se la llevó a un parque cercano. «Al cuerno con la misión de conquistar el mundo». Los dos tortolitos se acurrucaron entre unos arbustos para dar rienda suelta a su reciente amor, aunque rápidamente descubrieron que no iba a ser tarea fácil. La falta de lengua y de labios los llevó a pasar rápidamente de los besos a ligeros mordisquitos llenos de ternura y cariño. La pasión fue a más, y lo que al principio eran simples pellizquitos dentales se había convertido en auténticos bocados de ansia y desespero, hasta que ambos quedaron reducidos a un amasijo de carne triturada. Al fin y al cabo, lo llevaban en su ADN zombi. Esa era su misión, y a esta se ciñeron hasta su último aliento.