Ángel Climent

Black Friday

“¡Black Friday, Black Friday!”. Todas las tiendas habían anunciado sus ofertas a través de radio, televisión, periódicos; todo muy barato, a precios increíbles, que el resto del año no encontrarías en ningún sitio. Los escaparates, llenos de letreros, también anunciaban aquellas extraordinarias rebajas.

La gente paseaba por la calle y se detenía en todos los escaparates, esperando encontrar, todavía no sabían qué, pero seguro que algo encontrarían. Todo estaba a buen precio; lo de menos era si les hacía falta o no. Lo que importaba, lo que se tenía en cuenta era el precio.

Una de las tiendas donde se amontonaba más gente contemplando el escaparate era la joyería Oro Blanco. Estaba a rebasar de personas que miraban los productos y comentaban los descuentos, aunque eran muy pocos los que decidían entrar a comprar.

Se abre la puerta de la tienda y sale un joven de unos veintipocos años: pelo rapado por los dos lados de la cabeza, coronada por un gran tupe de color granate; tatuaje de una serpiente que le rodea el cuello; piercing en cada oreja; y una mochila en la espalda. Viste pantalones tejanos, rotos por las rodillas, y un jersey con una frase en el pecho que dice: “Vive y deja vivir”. 

Una vez en la calle, miró a ambos lados y salió corriendo hacia la derecha, esquivando a la muchedumbre que había en la acera. La primera reacción de los concurrentes fue quedarse estupefacta, asombrada; no entendían por qué, después de haberse ido del establecimiento, había empezado a correr, pero seguro que no había debido de ser por nada bueno. Un joven con aquella pinta, que saliera de la joyería y echara a correr… ¡Uf!, ¡aquello no era normal!

Seguro que acababa de robar. Primero fue una sola voz la que se escuchó: “¡Al ladrón, al ladrón!”, pero no tardaron en sumarse muchas más: “¡Al ladrón, al ladrón!”. Todos señalaban al joven que corría.

El muchacho llegó a la esquina y se detuvo a esperar a que cambiara el semáforo de peatones. Mientras, la gente seguía gritando: “¡Al ladrón, al ladrón!”, sin dejar de señalarlo.

Un hombre que estaba tomando café en un bar, próximo al semáforo, y que había salido al oír gritar a la gente, aprovechó que el joven estaba parado y se lanzó encima de él; lo tiró al suelo, le puso los brazos en la espalda y, mientras se los retorcía, le dijo:

—¿Creías que te ibas a salir con la tuya? —Cogiéndolo del cuello del suéter, lo puso en pie—. Anda, vamos a la joyería a ver qué es lo que te has llevado.

—Yo… yo… yo no me he llevado nada —contestó extrañado y nervioso.

—Sí, sí, eso es lo que decís todos: “No me he llevado nada”, “Yo no he sido”. Ya veremos qué dicen ellos. —A trompicones, empujándolo por la espalda y entre los aplausos de la gente, llegaron a la puerta de la joyería. De un empujón metió al joven dentro. Le quito la mochila y la vació en el mostrador, mientras decía—: Aquí tenéis a este chorizo, malnacido, que os ha robado. No le ha dado tiempo a deshacerse de nada; lo tiene que tener todo en la mochila. Soy mosso de escuadra; estaba tomando un café cuando he oído los gritos de la gente y lo he detenido antes de que cruzara el semáforo. 

Del zurrón salió una cartera con la documentación, el móvil, un bocadillo envuelto en papel de plata, un plátano y una botella pequeña de agua. La cara del policía cambio de color al ver que no había ninguna joya. Uno de los dependientes se acercó a ellos y le dijo al mosso:

—Yo he atendido a este joven y no ha robado nada. Ha entrado a la joyería a comprar un anillo de compromiso y, como no tenía dinero suficiente, ha salido para ir a su casa a buscar el dinero que le faltaba.