Atormentado
Manuel Alonso
Era un atormentado. Había rebasado los 50 años y cada mañana, frente al espejo, se preguntaba: “¿Por qué sigo aquí?”, mientras cumplía con su habitual ritual de ataviarse con cuidado y garbo. Sus amigos le decían: “Tú no te arreglas: te adornas”.
El cuello y los puños de su camisa bien almidonados, marco para un nudo perfecto de sus insustituibles corbatas Hermes con figuras de animales, acompañadas por sus mancuernillas de plata pura. Un pisacorbatas a la mitad del pecho y su reloj Patek, que decía: “No es un accesorio: es una joya”.
Concluía con un saco de lana italiana super 120, siempre azul marino, rociado de Bleu Chanel y rematado con un pañuelo blanco con doblado de dos puntos. Echaba una última mirada al espejo e inevitablemente ajustaba su saco y pasaba sus manos por sus sienes, ya plateadas, y se dijo: “Hoy se termina este tormento”.
Esa fecha, celebrarían 25 años de casados con una cena en el restaurant del hotel Ritz, el predilecto de su mujer e insustituible en la familia para ocasiones especiales, como la de esa noche, para la que tenía preparada una enorme sorpresa.
Quedaron en encontrarse en el lugar. Ella llegó unos minutos después de él, despampanante como siempre. Sus 48 años le sentaban muy bien. Mantenía un cuerpo atractivo, arrugas discretas en el rostro, sin cirugías ni bótox, salvo el cuchillo que ya había pasado por su bien balanceado busto, expuesto por un discreto, pero lucidor escote.
Siempre pedían de beber lo mismo: tequila blanco, un Burdeos y, para cerrar, champaña, como la velada lo ameritaba. La conversación se había centrado en sus recuerdos, un recorrido por ese cuarto de siglo, sin dejar de evocar los vaivenes de la relación, las alegrías y las amarguras, la diversión y el tedio, la convivencia y el fastidio, las disputas y las reconciliaciones.
Entrados en ese tema, él dio un paso temerario y desconcertante como una bofetada impulsiva:
ꟷ¿Por qué sospecho que me engañas?
ꟷQué insensatez… ¿Qué dices? Es una broma, ¿verdad? —respondió desconcertada.
ꟷDicen que, en una infidelidad, el último en enterarse es el afectado —atizó él.
ꟷEs una broma, una mala broma. O estás montando un teatrito, de esos que acostumbras montar para luego salir con algo inesperado.
ꟷSí, es eso: es una mala broma. Hoy vamos a jugar a los infieles. Ve y siéntate en la barra y pídele al cantinero mi bebida preferida. Si coincidimos, te entregará algo y pasaremos a la siguiente etapa. Si no, lo damos por concluido.
ꟷ¿En serio? —preguntó ella con una sonrisa dudosa.
ꟷ En serio. Es nuestro veinticinco aniversario. Hagamos algo diferente, algo memorable — replicó él—. Anda, ve, mientras yo pago la cuenta.
“¿Qué tramará?”, se preguntaba. Al llegar a la barra, ordenó un Henessy XO, su bebida favorita, sin duda. El barman dio la media vuelta y regresó con una copa tulipán, como él la había solicitado, y quedó aliviada. Esperó con ansiedad, pero nada sucedió. Terminó la bebida y pidió la cuenta.
El empleado regresó con un portacheques. Buscó el recibo, y lo que encontró fue la llave de una habitación. Nerviosa, la tomó y se dirigió a los elevadores. Parecía que la escena se aclaraba, aunque la ansiedad la carcomía.
Entró al cuarto. Estaba a media luz. Tropezó con el saco de su marido, lo cual le extrañó. Lo levantó y lo puso sobre la cama, pero descubrió que había un camino de ropa: la camisa, el pantalón, los calcetines hasta llegar a la puerta del baño que estaba a medio abrir y con la luz encendida.
El ambiente estaba dominado por una densa nube de vapor que le impedía ver con claridad, acompañada de un agradable aroma de lavanda. Se acercó a la puerta de la regadera.
ꟷ¿Amor? Amooooor.
Abríó el cancel, y casi desfallece por lo que apareció frente de ella. Ahí estaba él colgado del tubo de la regadera de lluvia, pendiendo de la corbata Hermes sin vida; en el vidrio, escrito con el dedo: “¿Por qué con mi mejor amigo?”.
El tormento había terminado.