Así, no

María Oñoro

—¡No, por favor! No te asustes; sé que no me conoces, que no sabes dónde estás, ni cómo te llamas. —Despierto aterrorizada en una cama desconocida y trato de escapar; pero el hombre que me habla  sujeta mi brazo con suavidad. Me mira con triste ternura y, por raro que parezca, no me incomoda su contacto. ¿Cómo sabe eso? ¿Quién es? ¿Por qué no me acuerdo de quién soy? ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿De dónde me conoce? No entiendo nada; me agobio y lloro sin consuelo, ¡no quiero estar aquí! Pero, por otro lado, ¿adónde voy?—. Tranquila, cariño —me habla despacio, intentando serenarme; será verdad que me conoce, porque estoy en pijama a su lado en esa gran cama—. Te voy a poner un vídeo, así lo entenderás todo.

—¿Puedo ir antes al baño?

Echo el pestillo porque necesito estar sola; me asomo al espejo: la extraña del reflejo me mira con miedo desesperado; registro el cuarto y encuentro una cuchilla de afeitar, que me guardo por si acaso, y regreso con él.

—Mila, antes de nada, aquí estás a salvo; no tengas miedo.

—¡Soy yo! ¿Me llamo Mila? —exclamo sorprendida, al ver el principio del vídeo.

—Sí, te llamas Milagros; yo soy Carlos, tu marido.

—No recuerdo… 

—Hace tres meses tuviste un accidente de coche; estuviste en coma diez días. Al despertar, los médicos pensaron que te habías recuperado; pero, al día siguiente de haber vuelto, no recordabas nada. Carlos te quiere (lo descubrirás a lo largo del día) tanto como para vivir esta situación a tu lado: él responderá tus preguntas y hará de este día uno pleno y feliz. Todas las noches, antes de dormir (y de que vuelvas a olvidar tu existencia), grabas un vídeo; en este, tú misma le presentas la situación y le explicas, a la Mila de la mañana siguiente, cómo se va a sentir.

Me miro alucinada, pero siento que lo que cuento en ese vídeo es verdad; lo noto en mis entrañas. 

—Sé que es complicado; esta mañana me ha sucedido igual, pero lo verás más claro según vaya pasando el día; por cierto: tienes un hijo.

—¿Tengo un hijo? —interrogo a Carlos con la mirada. 

—Sí —responde y sale de la habitación.

Me quedo sola, vulnerable; me pongo nerviosa, quiero desaparecer… pero no sé cómo. Solo sé lo que yo misma me he contado, pero… ¿un hijo? ¿Es posible que no lo recuerde?

—Sé lo que piensas pero, cuando le veas, aunque no lo reconozcas, sabrás que es tuyo.

Carlos reaparece con un encantador bebé en brazos, que no aparenta más de seis meses.

—Se llama Abel, tú elegiste el nombre —dice mientras lo coloca sobre mí. 

Es precioso, está despierto y tranquilo; sus redondos ojos me miran alegres y sonríe. ¡Me reconoce! Su manita me toca la cara; yo no sé qué hacer, no sé qué decir, pero beso sus rechonchos deditos y, a pesar de que no lo recuerdo, ese gesto me inunda de felicidad. ¡Qué sensación tan extraña! 

—Hay un álbum en el cajón con fotos desde su nacimiento. —Lo cojo y lo hojeo—. Tienes treinta años, eres periodista; búscate en internet: alucinarás con tu carrera. Confía en tu marido, escúchalo y disfruta de Abel.

Mi marido; esas palabras me suenan huecas. No me separo del niño; me siento a salvo al abrazarlo: impide que salga corriendo. Me cobijo en él.

—¿Qué mierda de vida es esta? ¿Cómo lo aguantas? ¿Reacciono igual cada mañana? —pregunto apesadumbrada y desconcertada.

—Por lo general; aunque…  si Abel ha pasado una mala noche, te despiertas antes que yo y tratas de huir, entonces, todo va mal.

Veo vídeos con la familia, con mi marido, con Abel; parezco feliz con ellos, aunque no los siento como míos. Me deprimo: esta no es vida; para ellos tampoco. No lo conozco pero, si tenemos un hijo, será porque alguna vez lo amé. Me hunde pensar que mañana será igual; no se lo merecen.

Comienza a anochecer.

—Tomaré un baño; coge al niño.

Antes lo beso, lo abrazo, me despido de él y palpo la cuchilla que guardo en el bolsillo.

No habrá otro mañana: así, no.