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Aroma de riachuelo | Ana Efigenia

Las gotas de agua, enmascaradas con jabón de lavanda, saltaban de la piedra gastada para despanzurrarse en el suelo. Una vez allí, se disolvían y dejaban un rastro blanquecino y fugaz. El resto de gotas, que se precipitaban encima de las evaporadas, sufrían la misma suerte. Anna las miraba enrabietada. Envidiaba lo efímeras que eran. Si cada vez que hubiera deseado convertirse en agua, lo hubiera conseguido, habría sido un riachuelo. 

Hacía tiempo que se le habían gastado la voz, la sonrisa, la emoción, e incluso la vida… Pasaba el día lavando ropa que ya estaba lavada, frotando jirones y enjabonando harapos. Su padre, un taciturno porquero, había enviudado repentinamente y no sabía qué hacer con su hija. La pena los engulló. 

El lavadero público constituía el epicentro del pueblo. Los niños correteaban alrededor de las grandes lajas que formaban el pilón, sin inmutarse por el apéndice humano del lugar. 

Anna se sonrojaba al escuchar el silbido de Juan, que cada mañana dejaba las cabras en el pasto más cercano, para atravesar la pedanía, y rondarla. Ella, avergonzada, metía la cabeza entre los hombros y escondía el rostro con el cabello que se le soltaba de la larga trenza que siempre llevaba. Permanecía quieta hasta que el joven se acercaba a ella, le ponía una florecilla blanca detrás de una oreja y se alejaba silbando. Era el único momento del día en que sentía bullir la sangre por sus venas. 

En el ventanuco del cuarto donde dormía Anna, descansaba una cesta de mimbre repleta de flores marchitas. Había coleccionado cada roce de Juan. 

Una calurosa mañana en la que las gotas de sudor de la frente de Anna se diluían en el agua jabonosa, su cuerpo se rindió. Cayó inconsciente sobre el pilón, y se zambulló en el agua. Algunos lugareños otearon el cuerpo flotando, boca abajo, entre guiñapos. Apartaron la mirada. El viento enmudeció, y dio paso al silbido lejano de Juan. Cuando la melodía se apreciaba tan clara como el agua que derramaban los caños, un lamento espeluznante se oyó en el pueblo.  

Corrió a rescatarla. Su rostro había adquirido el color de la lavanda, y sus labios azulados murieron vírgenes.  Juan cerró los ojos, llorando desconsolado, abrazado a su cuerpo. Al tiempo la tendió sobre las piedras y puso sobre su oreja la flor que le había llevado ese día. Se apartó en silencio y se encaminó a buscar al padre de Anna, que labraba sus tierras a diario desde el amanecer hasta la puesta del sol. 

Los siguientes días, el lavadero permaneció vacío. Los niños aparecieron poco a poco por los alrededores. Comenzaron los juegos y las carreras, pero siempre evitaban el lugar que había ocupado Anna: ella seguía allí. 

En la siguiente luna, un fuerte olor a lavanda embriagó al pueblo. Una de las lugareñas que había ido al lavadero se desmayó; se desplomó sobre el pilón. El agua se volvió malva, y un hedor nauseabundo la despertó del letargo salvándola de morir ahogada. El suceso se repitió cada vez que una muchacha ocupaba el lugar de Anna.

Cuentan que el rincón del lavadero donde Anna lavaba, se tapizó de flores de lavanda y que el agua desprende un delicioso aroma. Cuentan que, en las noches de luna, se oye el silbido de Juan, y que se aprecia, en el reflejo del pilón, la imagen de Anna ruborizada.

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