Thelma Moore
Amor del bueno
El temor que había tratado de enterrar durante tantos años brotó a medida que el taxi se internaba en mi ciudad natal. Poco había cambiado.
Me conmoví al ver el añoso árbol en el extremo del jardín de la escuela primaria, donde James y yo solíamos ir a intercambiar los almuerzos desde que éramos pequeños.
Luego el edificio de ladrillo rojo, la escuela secundaria, donde mi corazón se abrió a tantas emociones, en especial al amor adolescente: James y yo, inseparables, sin que importara el disgusto de mi madre por no tratar a otros chicos.
¡Ah! casi me había olvidado del parque, mi corazón dio un vuelco, la banca donde James me besó por primera vez, permanecía como fiel testigo para recordármelo.
Me recosté en el asiento, cerré los ojos, suspiré hondo. El recuerdo de su boca tibia apresando mis labios llevó maripositas a mi abdomen. Nunca las había vuelto a sentir con ninguno de mis amoríos, por eso decidí permanecer soltera.
El taxi desaceleró, miré de nuevo por la ventana, ahí estaba la señorial construcción preparatoriana. James y yo seguíamos siendo inseparables, hacíamos la tarea juntos, íbamos al cine, él jugaba en el equipo de básketbol, yo era de las porristas. Al final, no pudimos resistirnos al deseo de ser el uno para el otro en el baile de graduación.
Todavía no me explico qué pasó. Se enlistó en el ejército, jamás volví a saber de él. Mi sufrimiento era tal que juré alejarme de ahí y no volver. Mis padres fallecieron en un accidente y aproveché el fideicomiso de la herencia para inscribirme en una universidad canadiense, mi hermana permaneció en la casa. Nunca le dije dónde estaba, ni ella preguntó.
Después de veinte años he tenido que volver a este lugar y el dolor de haber perdido a James ha regresado como si no hubiera pasado el tiempo.
El sepelio de Margaret, mi hermana, ya casi concluía. Al entrar, todas las cabezas voltearon a verme. Después de unos momentos, las personas empezaron a desfilar ante mí, recibí las condolencias como una autómata, casi no sentía nada por mi hermana, nunca habíamos congeniado.
De pronto sentí su presencia, el segundo que tardé en levantar la vista se me hizo eterno, ¡tanto deseaba volverlo a ver! Temí que escuchara los latidos desaforados de mi corazón. La oleada de atrevidos sentimientos la congelé en mi cara al pensar en su ingrato abandono. Intentó saludarme, decirme algo; no, nada salió de sus labios, solo un vago balbuceo y se retiró inmediatamente.
Al no haber más familia, no pude escapar de la ingrata tarea de deshacerme de las pertenencias; la mayoría con una carga de antigüedad considerable. Reservé la taza de porcelana con música que me regaló mi madre al cumplir los dieciséis años, e hice pedacitos la foto que me encontré entre las hojas de mi Biblia; él con su uniforme de basquetbolista; y yo, con el de porrista, ambos con una sonrisa que ahora me parecía una burla.
Sólo me faltaba desocupar el closet de la gran recámara. Dos horas de trabajo y todavía me restaba el estante superior. Contenía velices de todos los tamaños, llenos de ropa y chucherías. Me llamó la atención uno pequeño, de piel desgastada, lleno de cartas desordenadas.
Cuando empecé a leer una de ellas y reconocí la letra, mis ojos se querían salir de las órbitas. ¡Eran de James! De seguro mi madre las había ocultado. Las ordené por fechas: las primeras contaban su historia como soldado, yo era su esperanza; las siguientes se tornaron en cuestionamientos, yo era su decepción; y las últimas eran reclamos de un amor dolorido, lastimado. Para entonces yo estaba hecha un mar de lágrimas: ¿Cómo fue posible dudar de nuestro amor?
Salí corriendo como una loca. Rogué por que viviera todavía en su misma casa, no me importaba nada. Llegué a la puerta y me prendí del timbre. Apareció él, sus ojos se agrandaron por la sorpresa: «Vengo…, vengo a pedirte disculpas…». Entre lágrimas y suspiros: «nunca, nunca recibí tus cartas…». «Perdóname por haber…»
No terminé la frase porque me tomó con firmeza por la cintura y con un puntapié cerró la puerta.