A un paso de ti

Cristina Hontanilla

—¿Has visto a la chica de la coleta alta que está en aquella mesa con otras dos? —preguntó Román, siempre al acecho de conquistas.

—Ahora que las mencionas; pero no me había fijado en su mesa. ¿Por qué? —respondió con indiferencia Fran, sabiendo que el radar de su amigo no descansaba ni en la celebración de su propio ascenso.

—Porque, aunque ella aún no lo sabe, va a ser la mujer de mi vida —sentenció Román, levantando su copa de vino en dirección a Fran. Este soltó una carcajada al escuchar una afirmación que, como pensó, quedaría como una conquista más de un viernes noche.

 

Tras el brindis, Román pidió otra botella. Al otro lado del restaurante, las chicas también brindaban por la que esperaban que fuera una noche divertida tras algunas semanas sin haber podido cuadrar agendas. Marina se dio cuenta de cómo la miraba el chico moreno de la americana y dijo a su amiga:

 

—Ya hay dos moscardones al acecho, chicas. No es por ser creída, pero uno de ellos no deja de mirarme con descaro.

—Vaya, vaya —respondieron con guasa las otras dos al unísono.

Pidieron el postre y unas copas. El camarero les dijo que en quince minutos tenían que irse. Solo quedaban los chicos, que no dejaban de lanzar miradas poco disimuladas.

 

Fran se levantó para ir al baño mientras Román pidió la cuenta. Solo en la mesa, centró sus pensamientos y su mirada en la chica de la coleta. Una extraña fuerza lo hizo imaginarse paseando con ella de la mano por las calles de Madrid. Cuando sonreía, a él le recorría el cuerpo entero un cosquilleo nuevo para él. «¿Será esto lo que llaman amor a primera vista? Si no lo es, se diferencia mucho de otros deseos que he sentido por otras chicas un viernes por la noche», pensó mientras Fran, ya de vuelta, le sacaba de sus pensamientos para pagar la cuenta y marcharse.

 

Román fue decidido a saludar a las chicas cuando pasaron por su lado. Su mirada y la de Marina se cruzaron por primera vez sin saber que, más pronto que tarde, ambos jugarían un papel importante en la vida del otro.

 

—Hola, soy Román, y este es mi amigo Fran. No hemos podido evitar fijarnos en vuestra mesa, y nos gustaría invitaros a la última copa en el Jazz 2. Tenemos el coche en la calle de al lado. Si nos esperáis en la puerta, vamos juntos —dijo decidido sonriendo a Marina.

 

Ya frente al coche de Fran, este dijo:

 

—Tío, deberíamos dejarlo aquí y pillar un Cabify. Hemos bebido bastante. La última botella sobraba.

—¡Anda ya! Yo voy perfecto, dame las llaves y yo conduzco —contestó Román exigiendo las llaves con la mano. 

 

Fran, con más ganas de llegar a su casa que de discutir, se las tiró para que las cogiera al vuelo; pero era obvio que su amigo no estaba en plenas facultades, y sus reflejos dejaron en mal lugar sus palabras. Román, sonriente, las recogió del suelo y se sentó en el asiento del conductor.

 

Arrancó el coche, puso música e inició la marcha. Al girar la esquina, pisó el acelerador y cogió su móvil, olvidando por un segundo su invitación a las chicas. Fue el tiempo necesario para no darse cuenta de que ellas estaban cruzando el paso de cebra, haciendo oídos sordos a su invitación de ir juntos a tomar la última copa. Una de ellas se llevó el golpe más directo, que la arrastró un par de metros.

 

Fran y Román gritaron al unísono tras el golpe y el consiguiente frenazo. Bajaron del coche; uno fue hacia la chica más malherida, y el otro se quedó con las otras dos ayudándolas a levantarse mientras llamaba a una ambulancia. 

 

Román, ojiplático y muy nervioso por la escena y sus posibles consecuencias para todos, pero sobre todo para él a nivel legal, no podía creerlo. Por detrás oía gritos y llantos de las amigas: «¡Marina, Marina!».

 

Román, con las lágrimas en los ojos, miró a la chica y le dijo:

—No era así como antes imaginaba que te convertirías en la mujer de mi vida. Aguanta un poco; ya viene la ambulancia.

—Y la Policía —dijo bajito su amigo detrás de él.