Harry Potter y las reliquias de la muerte

Darío Jaramillo

Una de las cosas favoritas de David era ir a merodear a las tiendas de antigüedades cuando se adentraba en ellas era como estar en otra dimensión, donde cada cosa tenía su personalidad y su pedazo de historia. El olor a guardado y la tranquilidad del interior, lo hacían sentir seguro.

 

A veces, la mayor parte del tiempo, salía con las manos vacías, sólo cuando encontraba algo que él consideraba realmente especial lo llevaba a casa. Aquel día había recorrido esa tienda por completo pero nada llamaba su atención. Estaba por marcharse de la tienda cuando vio el estuche de piel, resguardado al fondo del anaquel, casi escondido. 

 

Lo tomó, dentro había unos lentes. El marco dorado, sobre el que estaban montados parecía de oro y aunque se veían un poco maltratados, tenían un aspecto vintage que le encantó y que serían el accesorio perfecto. Sonrió y agitándolos por al aire gritó:

 

––¿Cuánto por estas gafas?

 

Ante la pregunta, el dependiente se quedó inmóvil por unos segundos.

 

David pensó que el encargado trataba de ubicar de dónde venía el sonido.

 

­––Las que están aquí en el anaquel del fondo ––explicó alzando aún más la voz.

 

Por su mente cruzó que tener un dependiente ciego era una terrible idea, cualquiera podría robarse algo si se lo proponía.

 

––No están a la venta, deja eso donde lo encontraste ––le ordenó el hombre en un tono hostil––. Ya vamos a cerrar.

 

Pero David no iba a renunciar a su tesoro recién encontrado, así que se metió el estuche en la bolsa de la chamarra, dejó dos billetes de 500 sobre el mostrador y salió del lugar.

 

Resulta que tenía razón, fue muy sencillo llevarse algo sin que el dependiente se diera cuenta y en su mente no se asomaba ni un poco de culpa, después de todo no había sido un robo,  el dinero que le dejó seguro sería suficiente.

 

Cuando llegó a casa, los puso sobre su buró  y se cambió de ropa para una sesión de selfies que irían directo a su Instagram. Cuando se aseguró de que su cabello estaba acomodado y la luz era la correcta, tomó los lentes de la mesita y se los puso, para mirarse en el espejo por última vez.

 

Lo que vio reflejado lo aterrorizó de tal manera que entró en un estado de pánico, comenzó a gritar y a rasguñarse las mejillas, después aventó los lentes al suelo y se enterró los dedos en los ojos, hasta que se los reventó.